Julio Caro Baroja

(Madrid, noviembre 1986)

Dentro de los encasillamientos establecidos y usados por la crítica de arte, hay uno en que queda incluidas la que se llama «Pintura social». Se entiende, por lo común, que ésta tiene como tema preferido la crítica plástica de la sociedad moderna, de lo que es miserable dentro de ella: es decir, la vida de ciertos sectores pobres, trabajadores de todas clases, pero, sobre todo, la de los núcleos industriales y suburbanos. Como puede imaginarse esta pintura, que cuenta ya con bastante más de un siglo de existencia, presenta muchas variaciones, pues no en balde de mediados del siglo XIX a hoy, la pintura como arte a experimentado cambios radicales y múltiples en sus técnicas y designios. Puede haber, y de hecho hay, muchas maneras de interpretar el hecho social atendiendo a este criterio. También observando los cambios en las condiciones de trabajo. La «Pintura social» estuvo, así, en un tiempo, dominada por el Realismo, o más si cabe por el Naturalismo. Hubo -en efecto- pintores de finales del siglo XIX, que podrían ser considerados discípulos de Zola, con independencia de la bondad o maldad de sus obras. En España se dieron ya entonces ejemplos de cuadros con intención que podría considerarse crítica social. Hay que considerar que, en algún caso, el cuadro en sí tenía más valor que el pensamiento que lo soportaba. Por ejemplo aquél de Sorolla que se llama «¡Aún dicen que el pescado es caro!». Pintores menos famosos cultivaron cierto patetismo burdo como aquel que en una exposición de comienzos de siglo presentó un cuadro que, si no recuerdo mal, se llamaba «La bestia humana»: visión del prostíbulo miserable.

Otros de muy superior calidad, nos dejaron imágenes de conflictos concretos: huelgas, manifestaciones, cargas de caballería, cuerdas de presos, etcétera. Hubo también algunos que de modo más lírico reflejaron la tristeza de los paisajes suburbanos y embellecieron con su visión la sordidez de ciertos ambientes pobres. Pero acaso en ellos no había intención crítica, sino más bien el propósito de hacer ver que en todas partes hay una belleza posible y cantable.

Pasa el tiempo del Realismo y del Naturalismo. Pasan también los esplendores del Impresionismo. Comienzan otros «-ismos». La Pintura, como la Literatura, tiende a cierto tipo de abstracciones, se prueban y se ensayan nuevas teorías. Lo primero que puede uno preguntarse es: ¿Cabe en ese mundo nuevo de experiencias hacer «Pintura social»? Parece que sí. Pero hay que explicarla más. Es el sino del Arte Moderno o mejor dicho Contemporáneo: necesita de explicaciones, de más soporte teórico. Dejando a un lado el asunto de si esto es un bien o un mal hay que reconocer que es así. La «Pintura social» sigue existiendo y hay artistas que incluso influídos por el Cubismo y su concepción de los volúmenes pintan cosas tales como obreros angustiados, grupos proletarios, etc.

Dentro de la corriente y en nuestra época puede decirse que el pintor vizcaíno Ibarrola representa uno de los esfuerzos más originales para darle nueva expresión. Ibarrola ha nacido en el medio proletariado creado por la industria del hierro bilbaína. No ha visto en ello el lado fructífero, la riqueza que deslumbró a algunos y que les hizo tener cierto complejo de superioridad conocido. Tampoco se sintió un cantor poético del trabajo (una de las virtudes vascas según esquemas tradicionales) como Aurelio Arteta u otros pintores anteriores a él.

Ibarrola ha visto el lado trágico del trabajo mismo, los efectos de él en hombres y paisajes y de esto ha sacado materia para su obra, con expresiones distintas según las diversas fases de su vida de pintor. En esta exposición se presenta lo más representativo de obra semejante. No cabe duda de que se trata de «Pintura social»: pero Ibarrola no solo ve los efectos de cierta clase de trabajo en los hombres. Ve también los que tiene en el entorno de éstos. El tema es hoy en el País Vasco, como en otras muchas partes, de suma actualidad y de extrema gravedad también. Porque de un modo insensato se ha llegado a un deterioro del medio ambiente, que da lugar a la creación de los llamados grupos «ecologistas», que sea cual sea su actuación, tienen una razón sobrada para existir. Se han creado aglomeraciones monstruosas, ciudades-dormitorio, depósitos de detritus de todas las clases y la industria, esa panacea universal, se ha hecho vieja, vieja, vieja. La denuncia del pintor tiene un sentido. La del historiador otro. Uno refleja la imagen plástica de la realidad. El otro la intelectual. La cuestión es que estas denuncias de un mal evidente tengan su efecto y que haya remedio para el mismo.

Porque hoy no se trata tanto de denunciar miseria y escasez como de hacer ver que el exceso de ciertos elementos y el envejecimiento de otros hacen que la vida social sea lúgubre en grado insospechado para los que tenían una fe como los Progreso y Evolución, tan características del siglo XIX.