La iconografía de Agustín Ibarrola en los setenta aborda la entrada de los trabajadores al quehacer cotidiano de la siderurgia, sus asambleas entre cubilotes de hierro líquido, los arrantzales atrapados en las redes de sus vapores…; sin olvidar una temática más lírica como es la del mundo del trabajo en la aldea. El artista vasco no deja nada al azar en su obra sobre la industrialización en el País vasco.

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Los cestos volcados, la boina junto aperos de labranza o el baserritarra junto a su azada. El frío húmedo de la fábrica y del paisaje vascos en general, o en concreto, el candado carcelario, la llave inglesa o el carro de bueyes en un espacio plano.

Para reflejar con autenticidad aquella época, Agustín Ibarrola redujo su forma de pintar a la mayor simplicidad cromática. Su modo de hacerlo fue raspando la pasta sobre la superficie del lienzo. Y la huella de este arrastre quedaba como en Van Gogh la expresión del pelo del pincel.

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Sobre el blanco de partida, extendía los óxidos con los que creaba medios tonos únicos sobre los que extendía directamente del tubo azul cobalto los prusias o los violetas en una simple pero potente masa de color. Al final, de nuevo, acababa orquestando las expresiones, y matizándolas en sus contornos, el blanco.

Completa iconografía de una época de maduración

En aquella época tan productiva de Agustín Ibarrola, aparecen también viejos temas como ese candado carcelero en ocres y rojos enmarcado por blancos y negros en superposición enfrentada, o los temas del mundo del trabajo en la mar.

Como ejemplo, esa vehemente pieza de simplificación de superficies en que dos figuras varoniles (hay muy pocas figuras femeninas en la la obra de Ibarrola), sobre el fuerte azul ultramar que hace de primer plano y el azul celeste que rompe el cuadro por arriba, se entrelazan con la dinámica de dos movimientos de superficies, una horizontal y otra vertical, como redes de pesca que atraviesan el cuadro.

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A la izquierda, inclinado, el pequeño pesquero, en un oscuro burdeos, como una cabeza que contempla el trabajo humano. Bajo las intersecciones lineales caen los peces, un pequeño bodegón de anchoas, perfectas en su simplicidad cromática y lineal.

El mundo curvo de las olas del mar, de las formas del pesquero, de los peces y de las redes viene densificado en una composición plana, rectilínea, y, sin embargo, de gran intensidad dramática.

En el colmo de las simplificaciones figurativas, se encuentran los cuadros en los que el caserío queda en el centro de la composición vertical reducido a dos rasgos sobre una superficie verde amarillenta, a su vez encuadrada por otra superficie verde más oscura y monótona recortada por una línea negra, y todo ello a su vez cerrado por líneas paralelas.

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En unas ocasiones, aparece el caserío en primer plano, en otras como punto de fuga. En cualquier caso rodeado, reducido por ese verde oscuro, por esa plancha regular, como el pino que va encarcelando en su unida cromática, perenne, y en su devastación del suelo del monte, las campas y los cultivos del viejo caserío.

Ese caserío sin cimientos que se mueve y se inclina, como se mueve la tierra sobre la que se asienta, y que sólo le mantiene en pie el calor humano que en él reside. Esos caseríos que tras la bajada del aldeano a la ciudad, a la industria, han perdido su energía para mantenerse firmes, que han perdido el campo de visión que tenían ante esos pinos que los han cercado.

Nadie como Agustín Ibarrola, sus grabados, para reflejar este punto de inflexión en la historia de la industrialización vasca, que atesora más capítulos que seguirán a éste.