La obra de Agustín Ibarrola retrató una época que no solo se ha resistido al pasado, sino que ha reforzado su valor. Sus pinturas sobre la industrialización del País Vasco reflejan de una forma única y muy veraz el sufrimiento de una clase, la obrera. Y lo simboliza con la mano, la mano-herramienta, uno de los elementos con mayor fuerza constructiva de este artista</strong>; porque el obrero de Ibarrola es la imagen del padre.

Sus obreros son cabeza y manos. Veáse ese óleo de un obrero agachado, con una cabeza que grita entre dos amplio brochazos blancos que la resaltan (en la tradición de Goya) y dos manos que apoyan y recogen toda la fuerza del cuerpo (como una catedral) en el suelo.

La denuncia social que Ibarrola impregna en sus obras no se evidencia en los años 50, ni a principios de los 60, aunque sí su cromatismo sórdido, la exaltación del trabajo y de la fuerza, el gusto por los barrios pobres de la ciudad y la reflexión de ser de lo vasco, que eran propios de Aurelio Arteta.

Sucesor natural de Aurelio Arteta, Premio Nacional de Pintura en 1930 y miembro fundador de la Asociación de Artistas Vascos, Ibarrola convirtió su concepción de los tipos vascos, el geometrismo metalizado y su interés por los problemas sociales en parte de sus dogmas artísticos.

Y Arteta influyó de una manera sostenida en la obra de Ibarrola y captó su esencia.

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Lo reconoció como propietario de un lenguaje artístico propio: “En Ibarrola, el paisaje geográfico vasco constituye un espacio en el que las formas situadas a mucha distancia llegan a percibirse con igual precisión que las cercanas”.

Por su parte, en los cuadros de temática laboral, enganchó el artista vasco las estructuras formales de algunos cuadros de Arteta. Una forma diagonal que rota por las verticales de las chimeneas o de las grúas y recuerda a ‘Las lecheras de Arteta’, un cuadro que debe mucho a ‘La Palissade, de Forain’ (hoy en la National Gallery de Washington), y a sus aguafuertes titulados ‘Après la saisie’.

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En los años 60, la temática de la obra de Agustín Ibarrola es el mundo del trabajo. Para entonces, su argumento artístico ya ha adquirido plena madurez y no representa escenas concretas, sino arquetipos del mundo del mundo del trabajo cotidiano.

En Ibarrola, los personajes no son nada individuales, sino más bien anónimos; tampoco hay una evasión paisajística. No hay horizontes profundos de calles y bosques, sino montañas acercadas, que dan la réplica a los tonos de delante o que los continúan, originando una perspectiva fundamentalmente cromática, que contiene un mensaje ensordecedor. Ya lo decía Arteta.

Las estructuras arquitectónicas industriales como parte del esquema organizativo del cuadro aparecen como una constante en Ibarrola, en especial en sus obras de principios de las 60, paisajes industriales o vagonetas de mineral.

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Pero también en cuadros de los 70 se ve esta estructuración, aunque ya se haya perdido la referencia objetual y sea simplemente lineal, cinética. El cuadro de ‘Los Seis Caseríos’, como pequeña barriada vista en círculo, está rodeado por un entrelazado de lineas negras con ocres y verdes, en un sistema romboidal que salvando las distancias entre una temática y otra, recuerda a ‘El Puente de Arteta’.

Otras similitudes presenta la obra de Ibarrola, de los años 50, con la de Fritz Zolnhofer (1896-1965). Su obra representa también el trabajo del hombre, en este caso en la cuenca hullera de Saarland.

En los trabajadores de Zolnhofer, como en los de Ibarrola no existe la dramatización mitológica de las fraguas pintadas por Velázquez ni la heroicidación de la estatuaria de Meunier, esos carboneros y descargadores de puertos elevados a la categoría de nuevos Hércules, cuya tradición en el País Vasco se encargó de realizar Quintín de Torre.

Al margen de algunos bocetos del comienzo de su actividad pictórica los seres de Zolnhofer, semejantemente a los de Ibarrola, no son héroes del trabajo en plan realismo soviético, ni nuevos Heracles con masa hidráulica; sus representaciones no son de héroes, sino de simples seres humanos.

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Tanto en Zolnhofer como en Ibarrola, su pintura transpone una imagen impresionada en la niñez que ha permanecido viva: la del camino a la mina o a la fábrica y la de la vuelta de la misma al atardecer.

La imagen del sonido del paso del trabajador a la mañana, un paso vivo, enérgico, y a la noche, derrotado en sus fuerzas físicas. La imagen potente de unas manos-herramienta, pero en las que aún se refleja el cerebro del hombre, manos de fragua o pico de mina, pero que aún hablan del ser humano que las utiliza y acarician a sus hijos.

O ese otro óleo en que aparece un obrero semiarrodillado, con un codo apoyado en una pierna, y una caja de cerillas que se pierde en una enroma mano, una mano escultural, el instrumento de instrumentos aristotélico.

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Esa mano callosa de su padre, herramienta de trabajo y a la vez de caricia, que Ibarrola suele recordar. Al fin y al cabo, el obrero de Ibarrola es la imagen del padre.

En próximos posts, seguiremos revisitando la pintura de Agustín Ibarrola durante estos años, iconografía única de una época.

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